Contra lo que sugieren las embusteras leyes de la probabilidad, a Alondra Turbinilla la conocí en la tierra. Ignoraba entonces que ciertas coincidencias terrenales ocurren nada más para hacernos conscientes del carácter volátil de la suerte. Un día está contigo, al siguiente se esfuma como la luz del sol en mitad de algún sueño caprichoso, valga la redundancia.
Yo era agente viajero y ella sobrecargo: dos quehaceres afines en teoría, tanto así que de sólo descubrirlo brindamos por los próximos encuentros, que a nuestros ojos se miraban inminentes. Nadie nos había dicho, ay, que las afinidades entre los errantes rara vez hacen sus agendas compatibles.
Era, si no recuerdo mal, un lunes por la noche. El restaurante estaba semidesierto, como era natural en el día recatado por excelencia. Las personas de bien no suelen comprender la eterna disyuntiva de quienes trasnochamos mientras ellos se entregan a los buenos oficios de la almohada y en todo caso sueñan aquello que nosotros vivimos a destiempo. Aclaro que no soy ningún trasnochador, pero mi profesión impone otros horarios. No sé de días festivos, ni de agendas estables, ni acabo de entender esa idea estrafalaria de las horas inhábiles. Rara vez tengo claro cuándo estaré en mi casa, menos aún durante cuánto tiempo. Mis retornos son a menudo lentos, mis abandonos siempre intempestivos. De ahí que la agraciada aparición de una mujer con el perfil de Alondra Turbinilla fuese como un mensaje de la fortuna para mi alma de nómada incurable.
Como suele pasar a los recién prendados, tomamos los primeros desencuentros como auténticos retos del destino.
“Hoy voy a estar de guardia”, me hizo saber un día, veinte minutos antes de nuestra cita, y dos horas más tarde ya cruzaba el océano que nos separaría irremisiblemente. “Me está esperando un cliente”, le expliqué, nada más enterarme de su aterrizaje y anunciarle mi próximo despegue. “¡No importa!”, resolvíamos, confiados y enjundiosos, como ya paladeando las mieles del encuentro postergado. Con frecuencia los novios se prometen el cielo, incluso hay quienes juran que se verán de nuevo por allá, en la otra vida. Sólo que el cielo es un lugar muy ancho.
Todos los días, de hecho, son miles los mortales que se cruzan entre una nube y otra, sin por ello saberlo ni soñar en toparse, cosa muy improbable cuando van en aviones y rutas diferentes, aun si al tocar tierra se buscan en pasillos y terminales, víctimas de un curioso frenesí según el cual ya es tiempo de un encuentro fortuito.
“Hoy voy a estar de guardia”, me hizo saber un día, veinte minutos antes de nuestra cita, y dos horas más tarde ya cruzaba el océano que nos separaría irremisiblemente. “Me está esperando un cliente”, le expliqué, nada más enterarme de su aterrizaje y anunciarle mi próximo despegue. “¡No importa!”, resolvíamos, confiados y enjundiosos, como ya paladeando las mieles del encuentro postergado. Con frecuencia los novios se prometen el cielo, incluso hay quienes juran que se verán de nuevo por allá, en la otra vida. Sólo que el cielo es un lugar muy ancho.
Todos los días, de hecho, son miles los mortales que se cruzan entre una nube y otra, sin por ello saberlo ni soñar en toparse, cosa muy improbable cuando van en aviones y rutas diferentes, aun si al tocar tierra se buscan en pasillos y terminales, víctimas de un curioso frenesí según el cual ya es tiempo de un encuentro fortuito.
“Un día de estos”, decimos, “me la voy a tener que encontrar”, como si no cupiera otra certeza. A la suerte, no obstante, le tiene sin cuidado el tema de los turnos. ¿Acaso alguien la ha visto formarse en una fila o atender al llamado de quien sea? Y menos todavía si se la llama en tono imperioso, como dando a entender que es una obligación, un compromiso, una deuda apremiante del destino moroso y caradura. ¿Quién, que fuera La Suerte y estuviera aburrida de tantas peticiones y exigencias, no hallaría motivo de risa destemplada en cada uno de nuestros humanos desencuentros?
“Qué pena… ya me voy”, lamentábase Alondra Turbinilla tras otra de esas citas descorazonadoras en la sala de espera de algún aeropuerto, del cual pronto saldríamos volando en direcciones groseramente opuestas a nuestras esperanzas moribundas, resueltas sin embargo a reencarnar en planes, no bien la suerte así lo permitiera.
A cambio de todo ello, puedo decir que estoy entre aquellos mortales que encuentran magia insólita y pasión desbordada en la noche de un martes, la mañana de un jueves o la tarde tortuosa (para muchos otros) del domingo. Verdad es que de pronto los amigos nos miran con alguna simpática piedad, pero al cabo de tantos desatinos he aceptado el imperio de esas leyes ingratas que buscan cualquier cosa menos hacer justicia. Espero aquí, en el área de Llegadas, la aparición de la mujer con alas, por más que sea improbable y ya sólo por eso imprescindible .
A cambio de todo ello, puedo decir que estoy entre aquellos mortales que encuentran magia insólita y pasión desbordada en la noche de un martes, la mañana de un jueves o la tarde tortuosa (para muchos otros) del domingo. Verdad es que de pronto los amigos nos miran con alguna simpática piedad, pero al cabo de tantos desatinos he aceptado el imperio de esas leyes ingratas que buscan cualquier cosa menos hacer justicia. Espero aquí, en el área de Llegadas, la aparición de la mujer con alas, por más que sea improbable y ya sólo por eso imprescindible .
Xavier Velasco
Cuento publicado en la revista Aire de Aeromexico en Noviembre de 2014